La navegación por el río Nilo nos llevó finalmente a atracar en Luxor el domingo 23 de abril, aquel día será muy especial en nuestra peregrinación y quizá se convierte en una de esas experiencias que nada ni nadie podrá borrar. Primero, la agenda turística nos llevó en pleno desierto a transitar el imponente Valle de los Reyes, así como otros centros importantes para la historia universal que nos fueron recibiendo poco a poco…, las visitas a la tumba de Ramsés y otros faraones, como el mismo hecho de admirar aquellos descubrimientos de construcciones logradas bajo la más hostil arena, piedra y clima, impactaban a la vista de cualquiera…; de más está decir, que todo aquello expresa tanta historia, que sería imposible poder condensarla en poco minutos mediante una guía, que aunque hacía de forma admirable su trabajo, nuestra memoria no era capaz de poder absorber tanto conocimiento. Aquel día, nos llevó también a contemplar en la Casa de la Piedra, trabajos artísticamente logrados en alabastro y otros materiales, para finalmente terminar nuestra visita guiada en el gran templo de Luxor, una edificación que contiene elementos faraónicos, islámicos y cristianos…, y en cuyos previos pudimos admirar un precioso atardecer, donde el sol parecía teñir en oro aquellos desérticos parajes, opacados tan sólo por la penumbra silueta que retrataban las cámaras, de las aisladas palmeras ubicadas en el horizonte.
Y aunque todo lo descrito anteriormente es noble y provechoso, para este peregrino sacerdote la gran experiencia estaría por iniciar; al ser las 7:00 pm y luego de escuchar, casi en las orejas, el rezo musulmán por encontrarnos junto a una poderosa mezquita…, llegó la hora también de elevar nuestra oración a Dios como católicos… Había estado admirando, un tanto nervioso, una cruz iluminada que se divisaba a lo largo entre los edificios, aquél signo victorioso me daba esperanza al tiempo que me interpelaba cuánta fe probada se requiere en estas regiones para proclamarse seguidor de Cristo; acá, la cruz parecía adquirir un visible y palpable sentido, que muchas veces relativizamos a causa de nuestra mediocre confesión.
Rápidamente, me enteré que luego de los atentados (hacía 15 días, en plena ceremonia copta un atentado había acabado con la vida de muchos cristianos), las medidas de seguridad se habían puesto más drásticas, y por ende sabía bien que presidir la misa en tales condiciones sería algo difícil; no niego, que estando en Costa Rica tomé mil medidas preventivas, incluso algunas de ellas ya me habían hecho sentirme mal, al ver en días anteriores a un par de consagrados totalmente identificados; sin embargo, este hecho no disminuiría el peligro que se corre cada vez que se celebre la Eucaristía…
No obstante, después de caminar unos 400 metros, todos en una especie de fila india y con algo de precaución, llegamos a la Parroquia Sagrada Familia de Luxor en Egipto, la cual está a cargo de los Frailes Menores Franciscanos; me bastó con entrar al pequeño espacio libre junto a la pequeña ermita, para que mis ojos se fijaran en el traje café de una religiosa y de un fraile, de cuyos síngulos blancos parecían resplandecer una nueva esperanza…; sin duda, el espíritu franciscano me seguía atrayendo y aquí, no sería la excepción… Luego de intercambiar algunas palabras con aquel sacerdote consagrado designado en aquella misión, el cual nunca perdió la dulce sonrisa en su rostro, que me hablaba sin palabra de su plena confianza en Dios, me dirigí hacia el altar con una paz, que siento, venía precisamente de esa Misericordia Divina, cuya fiesta celebrábamos en aquel domingo in albis.
Durante aquella misa, en la predicación recordé que “debemos dar gracias a Dios porque su misericordia a todos nos alcanza, y ésta quiere producir algo nuevo en nosotros; esta misericordia es un regalo fruto de la Pascua, es Jesús quien le dice a los suyos paz a vosotros, y este don de paz no es sólo ausencia de guerra, sino que es la donación total de Jesús, donación que Él mismo nos enseña, al decirle a los suyos sin reclamo alguno: ustedes no me deben nada, todo está cancelado, todo está en paz”.
Con Tomás en el evangelio de aquel domingo, sentía cómo debo renovar mi fe y cuestionarme qué tan fuerte soy…, pues en muchos momentos había dudado en realizar el viaje, y hoy el Señor me hacía decirle con Tomás: tenme paciencia, pero ten la seguridad que quiero reafirmar mi fe…, porque también yo tengo que ser testigo, y el testigo deberá estar preparado para la prueba… Y así, mientras estaba orando con la Plegaria Eucarística II, en plena consagración, una alarma militar se activó, y por gran rato, intensificando el sonido emanado, me hizo pensar que en verdad sólo Dios basta…; al poco tiempo, aquel sonido cesó y terminamos por celebrar la misa con calma y paz, aunque en un ambiente un tanto diverso con puertas cerradas y rodeado por mezquitas…
Mirar un grupo de católicos, celebrando la misa en pleno corazón musulmán era sin duda un signo, por eso solicité que oráramos por la paz del mundo, por nuestra propia paz, y que como hermanos pusiéramos en el altar del ofrecimiento al pueblo cristiano que día a día lleva el signo de la cruz de la manera más visible en medio de la adversidad. Para mí, como sacerdote, fue un momento sublime, pues la Eucaristía siempre lo es, pero en estas circunstancias, el matiz histórico me marcaría aún más al elevar en mis manos el pan de la ofrenda, y decir una vez más: esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes… y ésta mi Sangre que será derramada por todos ustedes…, y pensaba, cuántos mártires inocentes en este suelo han derramado la sangre por el nombre de Jesús…
Así, terminó aquella noche, quizás un tanto preocupados al final de la jornada en busca del bus que nos llevaría de vuelta a la comodidad de unos simples turistas; pero también creo que aquella noche fue distinta, porque sé que la Palabra de Dios y su Cuerpo hecho alimento, nos haría ver en nueva perspectiva aquella peregrinación que estábamos viviendo.